Hoy decido tocar este tema, porque ha estado dándome vueltas las últimas semanas y quiero acompañarle y poder esclarecerle —ojalá lo consiga— que el perdonar no radica en entregar libertad y olvido sobre lo que pasó a lo que me hirió, ni tampoco debiera detenerme en caso de que a quien se lo ofrezco no lo recibe, sino intentar recibirlo, como menciona Riso, como un descanso para el alma, un descanso al propio ser.
Confundir el perdón con olvido o como excusa, es no responsabilizarnos de la parte que nos toca, del lado que estemos, de quien recibe la ofensa o quien la otorga. Olvidar es similar a mover la ofensa, como cuando decido darle una nueva vista a la casa y cambiar el orden de los muebles, todos van a seguir ahí, solo que en un lugar distinto; o como cuando decido cambiar el color de las paredes, seguirá siendo el lugar donde vivo, aunque en apariencia parezca distinto, la esencia se mantiene. Olvidar es una cortina, es aparente, porque implica que cuando viajemos al pasado nos va a doler de la misma manera que ahora, es decir, sólo lo cambiamos de sitio, no lo desechamos, porque no nos responsabilizamos de lo que nos tocó.
Hay expertos en el tema que afirman, que el perdón es una declaración, es decir, una nueva forma de ver las cosas una vez que se dice lo que tenemos en mente; cuando no se cumple con aquello a que nos hemos comprometido o cuando nuestras acciones hacen daño a otros, nos queda asumir responsabilidad por ello. La manera como normalmente lo hacemos es diciendo “perdón”. El tema, es que frecuentemente lo hacemos en forma de petición, “te pido perdón”, “te pido disculpas”, en automático, quien ha recibido esta ofensa, es a quien se le envía la responsabilidad para otorgar o no el “perdón” deseado y entonces dice “te perdono”.
Es importante mantenerlas separadas, el ofrecer perdón y el perdonar, son totalmente independientes, y quien resultó dañado, tiene la elección de dar una respuesta sin ataduras ni compromisos sociales. Algunas veces pienso que este acto de pedir y ofrecer perdón, se vuelve parte de la rutina del día a día. Por ejemplo, si estamos por tomar algo del anaquel del supermercado y por accidente otra persona quiere tomar el mismo artículo, alguno pedirá perdón, y el otro de manera automática responderá, no te preocupes, ambos sonreirán y pasara de largo, sin importancia. Perdemos sensibilidad ante el ofrecer y otorgar “perdón”, la raíz, el origen y las responsabilidades que esto conlleva.
Me parece que el pedir perdón, no nos exime de nuestra responsabilidad. El decir “perdón”, independiente de si el otro no nos perdonara, tiene una importancia mayor y el mundo que construimos con esto, es distinto. Aunque claro, en muchas ocasiones el decir “perdón” puede ser insuficiente como forma de hacernos responsables de las consecuencias de nuestras acciones. Muchas veces, además del perdón, tenemos que asumir responsabilidad en reparar el daño hecho o en compensar al otro. Pero ello no disminuye la importancia de la declaración del perdón, que es un acto de valentía y reconocimiento.
En automático, lo que me resulta el paso dos, después de decir “perdón” es la respuesta que tenemos que dar, digo tenemos, porque estamos viviendo un momento donde todo debería tener una respuesta, y la más congruente seria “te perdono” o “perdono”. Sin embargo, me parece que cuando alguien no cumple con lo que nos prometiera o se comporta con nosotros de una manera diferente a la que esperaríamos, yo muy posiblemente me sienta afectada, sobre todo si después de lo sucedido, la persona responsable no se hace cargo de las consecuencias de su actuar, tal vez, sentiremos que hemos sido víctimas de una injusticia. Y al pensar así, justificaremos nuestro resentimiento con el otro, sobre todo en la medida en que nosotros nos hemos colocado del lado del bien y hemos puesto al otro del lado del mal. Por lo tanto, consideramos que tenemos todo el derecho a estar resentidos. Y quizá, no perdonar.
Justo ahí, es cuando esta posición nos hace caer en dependencia a quien hacemos responsable, y este estadío nos va a seguir atando, como esclavos, a ese otro. El resentimiento va a carcomer nuestra paz, nuestro bienestar, va probablemente a terminar tiñendo el conjunto de nuestra vida. El resentimiento nos hace esclavos de quien culpamos y, por lo tanto, apaga no sólo mi felicidad, sino también mi libertad como persona. Perdonar no es un acto de gracia para quien nos hizo daño, aunque pueda también serlo. Perdonar es un acto declarativo de liberación personal. Al perdonar rompemos la cadena que nos ata al victimario y que nos mantiene como víctimas. Al perdonar nos hacemos cargo de nosotros mismos y resolvemos poner término a un proceso abierto que sigue reproduciendo el daño que originalmente se nos hizo. Al perdonar reconocemos que no sólo el otro, sino también nosotros mismos, somos ahora responsables de nuestro bienestar.
Una de las mayores dificultades del perdonarse a sí mismo, tiene el mismo efecto liberador que mencioné hace unas líneas, y el hacerlo es una de las más grandes manifestaciones de amor propio. En resumen; el “perdón” es mucho más útil para quien lo concede, no para quien lo recibe, porque hace que el viaje al pasado que mencione casi al inicio del artículo, no nos lastime, porque hemos asumido y hemos dejado que el otro asuma la responsabilidad que toca a cada uno.
Dentro del consultorio, la pregunta que escucho a menudo es sobre cuándo vamos a poder perdonar, por qué no podemos hacerlo, qué falta para que el otro nos crea que nuestro perdón es sincero; lo que respondo es que se necesita tiempo, dejar que la herida sane y cada quien tome sus pedazos y pueda recuperarse —en sentido figurado por supuesto—, el perdón no se obliga, no se debe usar como un común en nuestro discurso del día a día, es un acto de bondad, de reconocernos, de amor, de confianza y como tal, debe darse espacio para que se pueda acomodar en nuestro interior y pueda conectarse con nosotros, lo reconozcamos y podamos recibirlo u otorgarlo, sin olvidarnos, sin dejarnos ni evitarnos.